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Una vez fui tú -- Edición para jóvenes (Once I Was You -- Adapted for Young Readers)
Cómo encontré mi voz y hoy paso el micrófono
Translated by Wendolín Perla
Table of Contents
About The Book
Ahora para jóvenes lectores, la periodista ganadora de cuatro premios Emmy y presentadora de Latino USA de NPR, María Hinojosa, cuenta la historia de la inmigración en los Estados Unidos a través de las experiencias de su familia y décadas de hacer reportajes, con lo cual crea un retrato de un país en crisis.
María Hinojosa es una periodista ganadora de premios Emmy y la primera latina en fundar una redacción independiente sin fines de lucro en los Estados Unidos. Pero, antes de todo eso, fue una niña con una gran melena y sueños aún más grandes. Nacida en México y criada en el vibrante barrio de Hyde Park, en Chicago, María siempre buscó la forma de comprender mejor el mundo que la rodeaba… y la manera de encajar en él. En este libro combina historias de su vida, desde la imborrable experiencia de pertenecer a una familia de inmigrantes hasta el momento en que escuchó su propia voz en radio nacional por primera vez, ofreciendo sus observaciones y percepciones sobre la larga y complicada relación entre los Estados Unidos y sus inmigrantes. Divertida, franca y colmada de sabiduría, la historia de María es una que querrás leer una y otra vez, y su voz te inspirará a encontrar la tuya.
María Hinojosa es una periodista ganadora de premios Emmy y la primera latina en fundar una redacción independiente sin fines de lucro en los Estados Unidos. Pero, antes de todo eso, fue una niña con una gran melena y sueños aún más grandes. Nacida en México y criada en el vibrante barrio de Hyde Park, en Chicago, María siempre buscó la forma de comprender mejor el mundo que la rodeaba… y la manera de encajar en él. En este libro combina historias de su vida, desde la imborrable experiencia de pertenecer a una familia de inmigrantes hasta el momento en que escuchó su propia voz en radio nacional por primera vez, ofreciendo sus observaciones y percepciones sobre la larga y complicada relación entre los Estados Unidos y sus inmigrantes. Divertida, franca y colmada de sabiduría, la historia de María es una que querrás leer una y otra vez, y su voz te inspirará a encontrar la tuya.
Excerpt
Capítulo 1: Érase una vez en México CAPÍTULO 1 Érase una vez en México
Nací en la Ciudad de México durante la temporada de lluvias en el verano de 1961, cuando aún no era una de las ciudades más grandes del mundo, como lo es ahora. En aquel entonces, las palmeras crecían en medio del centro histórico y mi hermana y mis hermanos jugaban a las escondidillas en la calle.
La mayoría de los días podías asomarte a las ventanas de nuestra casa y ver los picos nevados de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Por supuesto, yo no me daba cuenta de estas cosas cuando era bebé, pero con el tiempo aprendí todo cuanto mis hermanos sabían sobre la Ciudad de México. Deletreaba en voz alta los nombres de los volcanes para aprender a pronunciar sus nombres correctamente: PO-PO-CA-TÉ-PE-TL e IZ-TA-CCÍ-HUA-TL. Crecí escuchando y hablando español como mi lengua nativa. Aunque, de hecho, estos nombres no son españoles: son náhuatl, la lengua de los nahuas, descendientes de los aztecas. La historia dice que Popocatépetl e Iztaccíhuatl estaban enamorados: en cualquier otro lugar sólo son dos volcanes, pero en México se convirtieron en amantes caídos en desgracia.
Los olores y los sabores de México eran intensos e inolvidables. Jamás olvidaré el olor del mango maduro en la mañana para el desayuno, el limón agrio exprimido sobre la papaya, el intenso aroma del cilantro y el ajo y el arroz mexicano sazonado con jitomate y achiote que le confiere ese toque rojizo (el ingrediente secreto que usan todas las madres mexicanas en la cocina).
Ir al mercado con mi mamá era siempre una experiencia abrumadoramente sensorial. Aquellos mercados techados al aire libre tenían un aroma distintivo en cada sección. Mi nariz enloquecía a medida que caminábamos por la esquina donde vendían carne de cerdo y chicharrón. El hombre que atendía freía la piel del cerdo ahí, frente a ti, en una cazuela rebosante de aceite hirviendo. Si caminabas otros cien pasos hacia adelante, de pronto te hallabas en el pasillo de las flores frescas, y ahí, de pronto, te invadía el aroma de las rosas y las lilas.
Una vuelta más y en el pasillo siguiente te invadía el aroma del orégano y el comino en los puestos donde vendían especias. La sección de las frutas tenía más color que aroma: las fresas rojo rubí apiladas en pirámides perfectas; los mangos, que imitaban el color de una puesta de sol con tonalidades rosa, naranja y amarillo dorado, estaban maduros y listos para comerse. Cada vez que me comía uno, los pelos del mango se atoraban en mis dientes; los amaba tanto como los odiaba.
Ese primer año en México, no obstante, era todavía una bebé en los brazos de mi madre. Vivía pegada a ella como chicle. Iba con ella adondequiera que fuera. Mientras tanto, a mi hermana de siete años, Bertha Elena, la seguían siempre mis hermanos Raúl, de cinco años, y Jorge, de dos años, quienes gozaban de más libertad desde que había nacido yo. Nuestro barrio era la colonia Narvarte. Ser un niño ahí significaba ser libre. Los niños estaban siempre en la calle saltando a la cuerda o jugando rayuela. De lo contrario, estaban todos juntos en el parque, siempre enormes y siempre verdes, porque en la Ciudad de México nunca hace tanto frío.
Había familia para dar y regalar… pero es que no había televisión. No había iPhones ni iPads. En realidad, tampoco había radio, a excepción de las estaciones donde sintonizaban música mexiana o radionovelas. No había juguetes de plástico. No había Plaza Sésamo. E incluso así todo el mundo la pasaba genial. Mis hermanos inventaban todo porque no tenían de otra: montaban obras de teatro completas e inventaban juegos nuevos en el parque y en las calles llenas de palmeras de la colonia Narvarte. No había nada que temer. Si te caías de un columpio era probable que te hicieras algunos rasguños, pero mientras nadie se echara a llorar todo estaba bien. Estabas a salvo, tenías amor y comida. Y el inglés no se escuchaba por ningún lado.
En ocasiones, mi hermana y mis hermanos jugaban en las recámaras de la planta alta de mi casa. En el mercado donde mi mamá hacía la compra a diario (en aquel entonces la gente apenas usaba refrigeradores) había una sección infantil donde algunos puestos vendían miniaturas de papel maché de todo cuanto se podía comprar en el mercado. Tenían frutitas y verduritas pintadas en colores brillantes e incluso pequeñas réplicas de madera de las alacenas de cocina llenas de bowls y platitos estilo “vajilla típica del pueblo” con las que mi hermana y mis primas jugaban a cocinar.
Cuando aparecí en escena, mi mamá comenzó a depender mucho de mi hermana mayor. Por ser la mayor, Bertha Elena estaba a cargo y yo la idolatré durante toda mi infancia. Tenía un cabello negro azabache larguísimo, cejas pobladas y una afilada nariz azteca como la de la bella Iztaccíhuatl. Aunque yo fuera el chicle de mamá, a medida que crecía mi hermana se convirtió en mi modelo a seguir. Todo lo que hacía me parecía tan cool y tan moderno; ya usaba outfits perfectamente combinados. A las obras de teatro se presentaba con enagua, vestido blanco, zapatos blancos de charol y listones en el pelo, todo lo cual hacía que su piel luciera aún más achocolatada en contraste con su vestido almidonado.
Bertha Elena jugaba en casa con nosotros y se cercioraba de que mis hermanos no rompieran nada a su alrededor. A veces los vestía idénticos porque así se estilaba. De hecho, a veces Bertha, mi mamá y yo nos vestíamos también igual. (Así es: Bertha se llama así por mi mamá y mi hermano Raúl se llama Raúl como mi papá… demuéstrame que eres mexicano…).
Raúl era famoso por ser algo descontrolado: se caía de todas partes y se pegaba en la cabeza todo el tiempo. Al cumplir seis años ya tenía un par de contusiones cerebrales. Era tan parlanchín que una vez mi mamá lo golpeó en la cabeza con un plato de plástico y lo rompió. Esto es algo que hoy día no sería aceptable, pero en aquel entonces todo lo relacionado con el castigo corporal estaba bastante torcido.
Mi hermano Jorge, quien gozó de ser el bebé de la familia por dos años, hasta que yo nací, era ahora el tercero de cuatro hijos. A muchos niveles padeció el hecho de ser eclipsado por su extrovertido hermano mayor, pero algunos dirían que esta es ropa sucia, así que mejor ahí muere.
Dado que era mayor y se conducía mejor que el resto, mi hermana iba a la iglesia con mi abuela varias veces a la semana. En aquel entonces, las misas católicas se daban en latín. Bertha Elena (siempre la llamábamos por su nombre completo) se sentaba en la banca perfectamente tranquila, sin entender palabra, y observaba a los demás feligreses para saber cuándo debía ponerse de pie y cuándo debía arrodillarse. Esto ocurría por una hora completa. A veces observaba a mi abuela golpearse el pecho mientras decía “mea culpa” una y otra vez. Le daba miedo. Observar al Jesucristo crucificado también la asustaba. Las heridas en manos y pies producto de que allí lo hubiesen clavado a la cruz eran demasiado realistas —si has ido a la iglesia en Latinoamérica sabes de qué estoy hablando—. ¿Quién necesita una película de terror cuando puedes simplemente ir a la iglesia y ver a Jesucristo, a quien le escurre la sangre por todas partes? De la cabeza, por la corona de espinas, y de los pies de tamaño real, justo allí donde brotan los clavos con que lo crucificaron.
La iglesia siempre fue rara, pero a Bertha Elena le gustaba porque podía ponerse sus zapatos negros de piel y una mantilla, un velo hecho de encaje. Al terminar la misa, ella y mi abuela compraban comida de alguna de las mujeres apostadas al salir de la iglesia. Estas mujeres tenían el pelo en trenzas larguísimas y hablaban español con acento, puesto que en su mayoría eran nahuas o zapotecas. Vendían jícama recién picada con chile y limón o chicharrón recién tostado, delgadito, crujiente y calentito, que sacaban de sus enormes canastas de mimbre. Esto hacía que la ordalía valiera la pena.
Hay un dicho popular que dice que se necesita un pueblo para criar a un niño, pero nuestra familia era tan grande que en realidad éramos nuestro propio pueblo y nos hacíamos cargo los unos de los otros. Mi papá solía estar ocupado con tres trabajos distintos para sacarnos adelante y luchaba duro por su sueño de convertirse en un doctor investigador y hallar así la forma de ayudar a la gente con sordera para que volvieran a escuchar si ese era su deseo. La única forma en que mi mamá podía arreglárselas en casa para educar a cuatro hijos menores de siete años era con la ayuda de sus hermanas, cuñadas y primas, quienes siempre estaban con nosotros.
Vivíamos en una calle llamada Eugenia. La hermana mayor de mi mamá, Lila, vivía apenas a unas cuadras de distancia en la calle Pitágoras. Esa era otra de las palabras que tenía que practicar para pronunciar correctamente: PI-TÁ-GO-RAS.
Lila tenía cinco hijos. La otra hermana de mi mamá, Gloria, tenía siete. Su hermano Hermilo tenía cinco y su hermano Rafael tenía cuatro. Juntos, contándonos a mis hermanos y a mí, éramos veinticinco niños, y esa era básicamente la vida para nosotros. ¡Cuando nos juntábamos todos éramos un salón de clases!
Todos los lunes, miércoles y viernes, al salir de la escuela a las dos de la tarde, la familia extendida se reunía en alguna casa para la tradicional comida de mediodía. Se trata de la comida principal del día, que comienza a las tres de la tarde y en teoría termina como a las cinco. No obstante, a menudo se extiende hasta las siete o incluso las ocho de la noche en un ritual llamado la sobremesa, que incluye café, postre y a veces tequila. Para cuando termina la sobremesa, la gente ya está lista para cenar. En aquel entonces tenías más tiempo libre; no vivías para trabajar, sino que simplemente vivías y trabajabas lo necesario (a menos que fueras tan entregado como mi papá, quien amaba su trabajo y tenía una misión muy clara en la vida).
El anfitrión de la comida debía pagar por todo, preparar la comida y atender a todos los invitados. ¿Te imaginas ser responsable de alimentar a quince, veinte o incluso veinticinco personas? Es demasiado trabajo. Y esto en realidad quería decir que las mujeres se hacían cargo de todo y les servían a los hombres. Cuando pienso en que así eran y siguen siendo las cosas en México me doy cuenta de que esta dinámica es lo que más me molesta: que a los hombres siempre los atiendan las mujeres. Esta semilla, que plantaron muy pronto en mi cuerpo y mi alma, es algo que rechacé por completo desde el principio.
Sin embargo, las mujeres de mi familia no se quejaban y ayudaban en la cocina a quien estuviera haciendo las veces de anfitriona. Era ahí donde trabajaban y chismeaban y se reían y abrazaban a todos los niños. Una vez que los niños habían comido y el resto de la comida estaba lista, los adultos se sentaban a comer.
A pesar de que ya no vivía con mi abuela, mi abuelo se aparecía en todas y cada una de las comidas de mediodía. Su piel era de un color café oscuro, como el color de un cuero lisito marrón oscuro. Vestía de traje y corbata, usaba lentes de pasta e iba siempre cigarrillo en mano (hasta que lo obligué a dejar el vicio cuando me convertí en adolescente). Este era el único momento en que mis abuelos volvían a verse, una de esas cosas raras que ocurren en las familias mexicanas. Nunca nos dijeron qué había ocurrido entre ellos.
Abuelito siempre se sentaba en la cabecera. Mi hermana recuerda cómo repartía monedas entre todos los niños para que fueran a una tiendita que se llamaba La Miscelánea y compraran una Coca Cola y una Fanta para los adultos mientras comían. Era una forma de mantener a los niños fuera de la casa para que los adultos pudieran tener un rato en paz. Siempre había cambio para que cada niño pudiera comprarse algún dulce. Los favoritos en aquel tiempo eran el pirulín, una paleta de caramelo macizo de colores en forma de cono alargado; los chicles Chiclets, en especial los de color rosa y lavanda; y los Gansitos, que son pequeños pastelillos cubiertos de chocolate y rellenos de mermelada de fresa.
Lo más importante de la comida de mediodía no era la comida, sino pasar tiempo todos juntos. Dado que estas reuniones tenían horarios y lugares fijos cada semana, cualquiera podía aparecerse sin avisar.
Los viernes, la reunión era siempre en la casa de mi tío el Gordo —le decíamos así de cariño—. A mi tío le encantaba hacer bromas y era capaz de hacer cualquier cosa con tal de hacernos reír. A veces se le iba la mano con los tequilas y terminaba aventando los zapatos por la ventana del departamento sólo para hacernos reír. Durante la sobremesa, cuyo objetivo era el chisme y el cotorreo, el tío Gordo hacía bolitas con el migajón de los bollitos, un tipo de pan mexicano, y se las aventaba a mami y a mis tías (mi tía Gloria, mi tía Marta, mi tía Carmelita y, la mayor, mi tía Lucha) para ver si lograba clavarlas en su escote. Las mujeres se cubrían el pecho y seguían platicando como si nada. Acto seguido, el tío apuntaba a los vasos de Coca Cola. Las mujeres sostenían larguísimas conversaciones así, y al terminar la sobremesa todas tenían una mano en el pecho y otra mano en el vaso. Los niños reían y reían.
En ocasiones venía mi tío Benito. Él fue quien algunos años después me llevó a ver mi primera corrida de toros en el corazón de la Ciudad de México. Era divertido, tenía lentes anchos, cabello corto y rizado y, como sus lentes, sus labios también eran anchos. Su especialidad eran los chistes y los cuentos, bromas narradas o cantadas, chistes de color, chistes que involucraban imitaciones y acentos, y chistes sobre la familia. Solía traer consigo su guitarra e inventar canciones sobre la marcha inspiradas en cada miembro de la familia, con las que bajita la mano se burlaba a la vez que mostraba su cariño. Todos se burlaban de todos. Recuerda, en ese entonces no había internet. Las personas hablaban frente a frente y las críticas se hacían de frente. La gente de la Ciudad de México no se mide cuando de humor negro y mordaz se trata (a veces, incluso, el humor llega a ser denigrante), así que, si te llevabas con los demás, también tenías que aguantarte.
A veces, aparecía mi tía María Covadonga (amaba decir su nombre porque tenía tantas sílabas que parecía un haikú) y nos contaba historias sobre cómo la visitaban los espíritus. Todo el mundo sabía que era una médium que tenía contacto con el más allá. Aunque apenas estaba en su treintena, su cabello ya estaba completamente blanco. Todo el mundo contaba historias exageradas (algo tan mexicano), pero sus historias eran súper dramáticas. Recreaba anécdotas poniendo especial atención a la forma única en que alguien hablaba o caminaba. Cada vez que ella hablaba, las mujeres corrían al baño porque se orinaban encima de tanta risa. Estas fueron las primeras semillas de la pasión por contar historias que sembraron en mí.
Las hermanas de mi abuela que nunca se casaron, mi tía Carmelita y mi tía Licha, a menudo iban a las reuniones. Dado que ambas eran solteras, vivían y viajaban a todos lados juntas. Ambas tenían el cabello corto y rizado, y sus narices y labios eran anchos y redondos, muy distintos de los rasgos aztecas de mi mamá y mi hermana. Sus hermanos eran parecidos, solo que estos eran calvos. Mirándolos, tenía sentido pensar que de alguna manera corría sangre africana por las venas de mi familia mexicana.
Cuando vivíamos en México, mis hermanos y yo veíamos a toda la familia tres veces por semana. Estábamos rodeados de apoyo y cariño por parte de mucha gente con quien además compartíamos lazos de sangre: abuelos, tíos y primos. ¿Cómo era posible que mi mamá y mi papá decidieran dejar todo aquello atrás?
Mi mamá, como mi abuela, es lo que en México llaman una pata de perro: es decir que le gusta salir y enfrentarse al mundo, tal como los perros callejeros en la Ciudad de México. Mi mamá aprendió desde muy niña con el ejemplo de su madre que debía salir y explorar, comoquiera que fuese. Nunca temía ir a ningún lado ni hablarle a nadie.
En 1961, la Universidad de Chicago buscó a mi papá. Admiraban su investigación y querían su cerebro; su misión y su pasión le granjearon una oferta laboral. Papá odiaba la idea de dejar México. Como la mayoría de los inmigrantes, no tenía la intención de darle la espalda a su patria, aunque estaba cansado de tener tres trabajos. Fue mi mamá quien lo convenció de aceptar la oferta.
La Universidad de Chicago le ofrecía la oportunidad de hacer su sueño realidad. Mi papá pensó que podía lograr que se cristalizara lo que la mayoría de la gente consideraba imposible: que los sordos que así lo quisieran pudieran oír otra vez. No había sido fácil para él escuchar cómo su familia se burlaba de él al decirle que su sueño era una locura, una ilusión. Pero la semilla estaba plantada, él nunca se rindió y ahora… ¡se iba!
Mi mamá era una pata de perro y mi papá era un soñador que se dedicaba a observar partículas minúsculas en el microscopio electrónico por diez horas diarias. Ambos eran distintos, adelantados a su tiempo. Así pues, a casi un año de que yo naciera dieron el salto y dejaron su país para venir a Estados Unidos. A ninguno jamás le había picado la curiosidad por vivir fuera de México, pero la vida les mandaba este regalo. ¿Era un regalo o algo más?
Nací en la Ciudad de México durante la temporada de lluvias en el verano de 1961, cuando aún no era una de las ciudades más grandes del mundo, como lo es ahora. En aquel entonces, las palmeras crecían en medio del centro histórico y mi hermana y mis hermanos jugaban a las escondidillas en la calle.
La mayoría de los días podías asomarte a las ventanas de nuestra casa y ver los picos nevados de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Por supuesto, yo no me daba cuenta de estas cosas cuando era bebé, pero con el tiempo aprendí todo cuanto mis hermanos sabían sobre la Ciudad de México. Deletreaba en voz alta los nombres de los volcanes para aprender a pronunciar sus nombres correctamente: PO-PO-CA-TÉ-PE-TL e IZ-TA-CCÍ-HUA-TL. Crecí escuchando y hablando español como mi lengua nativa. Aunque, de hecho, estos nombres no son españoles: son náhuatl, la lengua de los nahuas, descendientes de los aztecas. La historia dice que Popocatépetl e Iztaccíhuatl estaban enamorados: en cualquier otro lugar sólo son dos volcanes, pero en México se convirtieron en amantes caídos en desgracia.
Los olores y los sabores de México eran intensos e inolvidables. Jamás olvidaré el olor del mango maduro en la mañana para el desayuno, el limón agrio exprimido sobre la papaya, el intenso aroma del cilantro y el ajo y el arroz mexicano sazonado con jitomate y achiote que le confiere ese toque rojizo (el ingrediente secreto que usan todas las madres mexicanas en la cocina).
Ir al mercado con mi mamá era siempre una experiencia abrumadoramente sensorial. Aquellos mercados techados al aire libre tenían un aroma distintivo en cada sección. Mi nariz enloquecía a medida que caminábamos por la esquina donde vendían carne de cerdo y chicharrón. El hombre que atendía freía la piel del cerdo ahí, frente a ti, en una cazuela rebosante de aceite hirviendo. Si caminabas otros cien pasos hacia adelante, de pronto te hallabas en el pasillo de las flores frescas, y ahí, de pronto, te invadía el aroma de las rosas y las lilas.
Una vuelta más y en el pasillo siguiente te invadía el aroma del orégano y el comino en los puestos donde vendían especias. La sección de las frutas tenía más color que aroma: las fresas rojo rubí apiladas en pirámides perfectas; los mangos, que imitaban el color de una puesta de sol con tonalidades rosa, naranja y amarillo dorado, estaban maduros y listos para comerse. Cada vez que me comía uno, los pelos del mango se atoraban en mis dientes; los amaba tanto como los odiaba.
Ese primer año en México, no obstante, era todavía una bebé en los brazos de mi madre. Vivía pegada a ella como chicle. Iba con ella adondequiera que fuera. Mientras tanto, a mi hermana de siete años, Bertha Elena, la seguían siempre mis hermanos Raúl, de cinco años, y Jorge, de dos años, quienes gozaban de más libertad desde que había nacido yo. Nuestro barrio era la colonia Narvarte. Ser un niño ahí significaba ser libre. Los niños estaban siempre en la calle saltando a la cuerda o jugando rayuela. De lo contrario, estaban todos juntos en el parque, siempre enormes y siempre verdes, porque en la Ciudad de México nunca hace tanto frío.
Había familia para dar y regalar… pero es que no había televisión. No había iPhones ni iPads. En realidad, tampoco había radio, a excepción de las estaciones donde sintonizaban música mexiana o radionovelas. No había juguetes de plástico. No había Plaza Sésamo. E incluso así todo el mundo la pasaba genial. Mis hermanos inventaban todo porque no tenían de otra: montaban obras de teatro completas e inventaban juegos nuevos en el parque y en las calles llenas de palmeras de la colonia Narvarte. No había nada que temer. Si te caías de un columpio era probable que te hicieras algunos rasguños, pero mientras nadie se echara a llorar todo estaba bien. Estabas a salvo, tenías amor y comida. Y el inglés no se escuchaba por ningún lado.
En ocasiones, mi hermana y mis hermanos jugaban en las recámaras de la planta alta de mi casa. En el mercado donde mi mamá hacía la compra a diario (en aquel entonces la gente apenas usaba refrigeradores) había una sección infantil donde algunos puestos vendían miniaturas de papel maché de todo cuanto se podía comprar en el mercado. Tenían frutitas y verduritas pintadas en colores brillantes e incluso pequeñas réplicas de madera de las alacenas de cocina llenas de bowls y platitos estilo “vajilla típica del pueblo” con las que mi hermana y mis primas jugaban a cocinar.
Cuando aparecí en escena, mi mamá comenzó a depender mucho de mi hermana mayor. Por ser la mayor, Bertha Elena estaba a cargo y yo la idolatré durante toda mi infancia. Tenía un cabello negro azabache larguísimo, cejas pobladas y una afilada nariz azteca como la de la bella Iztaccíhuatl. Aunque yo fuera el chicle de mamá, a medida que crecía mi hermana se convirtió en mi modelo a seguir. Todo lo que hacía me parecía tan cool y tan moderno; ya usaba outfits perfectamente combinados. A las obras de teatro se presentaba con enagua, vestido blanco, zapatos blancos de charol y listones en el pelo, todo lo cual hacía que su piel luciera aún más achocolatada en contraste con su vestido almidonado.
Bertha Elena jugaba en casa con nosotros y se cercioraba de que mis hermanos no rompieran nada a su alrededor. A veces los vestía idénticos porque así se estilaba. De hecho, a veces Bertha, mi mamá y yo nos vestíamos también igual. (Así es: Bertha se llama así por mi mamá y mi hermano Raúl se llama Raúl como mi papá… demuéstrame que eres mexicano…).
Raúl era famoso por ser algo descontrolado: se caía de todas partes y se pegaba en la cabeza todo el tiempo. Al cumplir seis años ya tenía un par de contusiones cerebrales. Era tan parlanchín que una vez mi mamá lo golpeó en la cabeza con un plato de plástico y lo rompió. Esto es algo que hoy día no sería aceptable, pero en aquel entonces todo lo relacionado con el castigo corporal estaba bastante torcido.
Mi hermano Jorge, quien gozó de ser el bebé de la familia por dos años, hasta que yo nací, era ahora el tercero de cuatro hijos. A muchos niveles padeció el hecho de ser eclipsado por su extrovertido hermano mayor, pero algunos dirían que esta es ropa sucia, así que mejor ahí muere.
Dado que era mayor y se conducía mejor que el resto, mi hermana iba a la iglesia con mi abuela varias veces a la semana. En aquel entonces, las misas católicas se daban en latín. Bertha Elena (siempre la llamábamos por su nombre completo) se sentaba en la banca perfectamente tranquila, sin entender palabra, y observaba a los demás feligreses para saber cuándo debía ponerse de pie y cuándo debía arrodillarse. Esto ocurría por una hora completa. A veces observaba a mi abuela golpearse el pecho mientras decía “mea culpa” una y otra vez. Le daba miedo. Observar al Jesucristo crucificado también la asustaba. Las heridas en manos y pies producto de que allí lo hubiesen clavado a la cruz eran demasiado realistas —si has ido a la iglesia en Latinoamérica sabes de qué estoy hablando—. ¿Quién necesita una película de terror cuando puedes simplemente ir a la iglesia y ver a Jesucristo, a quien le escurre la sangre por todas partes? De la cabeza, por la corona de espinas, y de los pies de tamaño real, justo allí donde brotan los clavos con que lo crucificaron.
La iglesia siempre fue rara, pero a Bertha Elena le gustaba porque podía ponerse sus zapatos negros de piel y una mantilla, un velo hecho de encaje. Al terminar la misa, ella y mi abuela compraban comida de alguna de las mujeres apostadas al salir de la iglesia. Estas mujeres tenían el pelo en trenzas larguísimas y hablaban español con acento, puesto que en su mayoría eran nahuas o zapotecas. Vendían jícama recién picada con chile y limón o chicharrón recién tostado, delgadito, crujiente y calentito, que sacaban de sus enormes canastas de mimbre. Esto hacía que la ordalía valiera la pena.
Hay un dicho popular que dice que se necesita un pueblo para criar a un niño, pero nuestra familia era tan grande que en realidad éramos nuestro propio pueblo y nos hacíamos cargo los unos de los otros. Mi papá solía estar ocupado con tres trabajos distintos para sacarnos adelante y luchaba duro por su sueño de convertirse en un doctor investigador y hallar así la forma de ayudar a la gente con sordera para que volvieran a escuchar si ese era su deseo. La única forma en que mi mamá podía arreglárselas en casa para educar a cuatro hijos menores de siete años era con la ayuda de sus hermanas, cuñadas y primas, quienes siempre estaban con nosotros.
Vivíamos en una calle llamada Eugenia. La hermana mayor de mi mamá, Lila, vivía apenas a unas cuadras de distancia en la calle Pitágoras. Esa era otra de las palabras que tenía que practicar para pronunciar correctamente: PI-TÁ-GO-RAS.
Lila tenía cinco hijos. La otra hermana de mi mamá, Gloria, tenía siete. Su hermano Hermilo tenía cinco y su hermano Rafael tenía cuatro. Juntos, contándonos a mis hermanos y a mí, éramos veinticinco niños, y esa era básicamente la vida para nosotros. ¡Cuando nos juntábamos todos éramos un salón de clases!
Todos los lunes, miércoles y viernes, al salir de la escuela a las dos de la tarde, la familia extendida se reunía en alguna casa para la tradicional comida de mediodía. Se trata de la comida principal del día, que comienza a las tres de la tarde y en teoría termina como a las cinco. No obstante, a menudo se extiende hasta las siete o incluso las ocho de la noche en un ritual llamado la sobremesa, que incluye café, postre y a veces tequila. Para cuando termina la sobremesa, la gente ya está lista para cenar. En aquel entonces tenías más tiempo libre; no vivías para trabajar, sino que simplemente vivías y trabajabas lo necesario (a menos que fueras tan entregado como mi papá, quien amaba su trabajo y tenía una misión muy clara en la vida).
El anfitrión de la comida debía pagar por todo, preparar la comida y atender a todos los invitados. ¿Te imaginas ser responsable de alimentar a quince, veinte o incluso veinticinco personas? Es demasiado trabajo. Y esto en realidad quería decir que las mujeres se hacían cargo de todo y les servían a los hombres. Cuando pienso en que así eran y siguen siendo las cosas en México me doy cuenta de que esta dinámica es lo que más me molesta: que a los hombres siempre los atiendan las mujeres. Esta semilla, que plantaron muy pronto en mi cuerpo y mi alma, es algo que rechacé por completo desde el principio.
Sin embargo, las mujeres de mi familia no se quejaban y ayudaban en la cocina a quien estuviera haciendo las veces de anfitriona. Era ahí donde trabajaban y chismeaban y se reían y abrazaban a todos los niños. Una vez que los niños habían comido y el resto de la comida estaba lista, los adultos se sentaban a comer.
A pesar de que ya no vivía con mi abuela, mi abuelo se aparecía en todas y cada una de las comidas de mediodía. Su piel era de un color café oscuro, como el color de un cuero lisito marrón oscuro. Vestía de traje y corbata, usaba lentes de pasta e iba siempre cigarrillo en mano (hasta que lo obligué a dejar el vicio cuando me convertí en adolescente). Este era el único momento en que mis abuelos volvían a verse, una de esas cosas raras que ocurren en las familias mexicanas. Nunca nos dijeron qué había ocurrido entre ellos.
Abuelito siempre se sentaba en la cabecera. Mi hermana recuerda cómo repartía monedas entre todos los niños para que fueran a una tiendita que se llamaba La Miscelánea y compraran una Coca Cola y una Fanta para los adultos mientras comían. Era una forma de mantener a los niños fuera de la casa para que los adultos pudieran tener un rato en paz. Siempre había cambio para que cada niño pudiera comprarse algún dulce. Los favoritos en aquel tiempo eran el pirulín, una paleta de caramelo macizo de colores en forma de cono alargado; los chicles Chiclets, en especial los de color rosa y lavanda; y los Gansitos, que son pequeños pastelillos cubiertos de chocolate y rellenos de mermelada de fresa.
Lo más importante de la comida de mediodía no era la comida, sino pasar tiempo todos juntos. Dado que estas reuniones tenían horarios y lugares fijos cada semana, cualquiera podía aparecerse sin avisar.
Los viernes, la reunión era siempre en la casa de mi tío el Gordo —le decíamos así de cariño—. A mi tío le encantaba hacer bromas y era capaz de hacer cualquier cosa con tal de hacernos reír. A veces se le iba la mano con los tequilas y terminaba aventando los zapatos por la ventana del departamento sólo para hacernos reír. Durante la sobremesa, cuyo objetivo era el chisme y el cotorreo, el tío Gordo hacía bolitas con el migajón de los bollitos, un tipo de pan mexicano, y se las aventaba a mami y a mis tías (mi tía Gloria, mi tía Marta, mi tía Carmelita y, la mayor, mi tía Lucha) para ver si lograba clavarlas en su escote. Las mujeres se cubrían el pecho y seguían platicando como si nada. Acto seguido, el tío apuntaba a los vasos de Coca Cola. Las mujeres sostenían larguísimas conversaciones así, y al terminar la sobremesa todas tenían una mano en el pecho y otra mano en el vaso. Los niños reían y reían.
En ocasiones venía mi tío Benito. Él fue quien algunos años después me llevó a ver mi primera corrida de toros en el corazón de la Ciudad de México. Era divertido, tenía lentes anchos, cabello corto y rizado y, como sus lentes, sus labios también eran anchos. Su especialidad eran los chistes y los cuentos, bromas narradas o cantadas, chistes de color, chistes que involucraban imitaciones y acentos, y chistes sobre la familia. Solía traer consigo su guitarra e inventar canciones sobre la marcha inspiradas en cada miembro de la familia, con las que bajita la mano se burlaba a la vez que mostraba su cariño. Todos se burlaban de todos. Recuerda, en ese entonces no había internet. Las personas hablaban frente a frente y las críticas se hacían de frente. La gente de la Ciudad de México no se mide cuando de humor negro y mordaz se trata (a veces, incluso, el humor llega a ser denigrante), así que, si te llevabas con los demás, también tenías que aguantarte.
A veces, aparecía mi tía María Covadonga (amaba decir su nombre porque tenía tantas sílabas que parecía un haikú) y nos contaba historias sobre cómo la visitaban los espíritus. Todo el mundo sabía que era una médium que tenía contacto con el más allá. Aunque apenas estaba en su treintena, su cabello ya estaba completamente blanco. Todo el mundo contaba historias exageradas (algo tan mexicano), pero sus historias eran súper dramáticas. Recreaba anécdotas poniendo especial atención a la forma única en que alguien hablaba o caminaba. Cada vez que ella hablaba, las mujeres corrían al baño porque se orinaban encima de tanta risa. Estas fueron las primeras semillas de la pasión por contar historias que sembraron en mí.
Las hermanas de mi abuela que nunca se casaron, mi tía Carmelita y mi tía Licha, a menudo iban a las reuniones. Dado que ambas eran solteras, vivían y viajaban a todos lados juntas. Ambas tenían el cabello corto y rizado, y sus narices y labios eran anchos y redondos, muy distintos de los rasgos aztecas de mi mamá y mi hermana. Sus hermanos eran parecidos, solo que estos eran calvos. Mirándolos, tenía sentido pensar que de alguna manera corría sangre africana por las venas de mi familia mexicana.
Cuando vivíamos en México, mis hermanos y yo veíamos a toda la familia tres veces por semana. Estábamos rodeados de apoyo y cariño por parte de mucha gente con quien además compartíamos lazos de sangre: abuelos, tíos y primos. ¿Cómo era posible que mi mamá y mi papá decidieran dejar todo aquello atrás?
Mi mamá, como mi abuela, es lo que en México llaman una pata de perro: es decir que le gusta salir y enfrentarse al mundo, tal como los perros callejeros en la Ciudad de México. Mi mamá aprendió desde muy niña con el ejemplo de su madre que debía salir y explorar, comoquiera que fuese. Nunca temía ir a ningún lado ni hablarle a nadie.
En 1961, la Universidad de Chicago buscó a mi papá. Admiraban su investigación y querían su cerebro; su misión y su pasión le granjearon una oferta laboral. Papá odiaba la idea de dejar México. Como la mayoría de los inmigrantes, no tenía la intención de darle la espalda a su patria, aunque estaba cansado de tener tres trabajos. Fue mi mamá quien lo convenció de aceptar la oferta.
La Universidad de Chicago le ofrecía la oportunidad de hacer su sueño realidad. Mi papá pensó que podía lograr que se cristalizara lo que la mayoría de la gente consideraba imposible: que los sordos que así lo quisieran pudieran oír otra vez. No había sido fácil para él escuchar cómo su familia se burlaba de él al decirle que su sueño era una locura, una ilusión. Pero la semilla estaba plantada, él nunca se rindió y ahora… ¡se iba!
Mi mamá era una pata de perro y mi papá era un soñador que se dedicaba a observar partículas minúsculas en el microscopio electrónico por diez horas diarias. Ambos eran distintos, adelantados a su tiempo. Así pues, a casi un año de que yo naciera dieron el salto y dejaron su país para venir a Estados Unidos. A ninguno jamás le había picado la curiosidad por vivir fuera de México, pero la vida les mandaba este regalo. ¿Era un regalo o algo más?
Product Details
- Publisher: Simon & Schuster Books for Young Readers (January 24, 2023)
- Length: 288 pages
- ISBN13: 9781665920872
- Ages: 8 - 12
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- Book Cover Image (jpg): Una vez fui tú -- Edición para jóvenes (Once I Was You -- Adapted for Young Readers) Trade Paperback 9781665920872
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